Nunca te vayas sin decir te quiero
POR Gela Aguilar Assemat
Estoy aquí, sentada sobre la arena de la playa de Mazatlán. El mar coquetea con mis pies: apenas me toca y retrocede, una y otra vez. Mi mirada se pierde contemplando el horizonte, esperando que el sol se oculte entre el azul intenso del mar. Al mismo tiempo, escucho el murmullo de las olas, en un ritmo acompasado que me invita a recordar lo vivido en las últimas tres semanas.
Y ahí, con la mirada perdida, me siento sola —aunque realmente no lo estoy—, pero tengo a flor de piel esa sensación que cala profundo. No era lo planeado, pero el destino y la vida tenían otros planes para este fin de año.
Mientras el sol se pone y su luz se refleja en el mar tiñéndolo de naranja, entrecierro los ojos y, como una película, pasa ante mí la dolorosa experiencia recién vivida...
*
Después de más de una semana intentando que mejoraras con dos tratamientos diferentes, finalmente el lunes 4 de diciembre consultaríamos a otro neumólogo.
Antes de salir, mientras te ayudaba a vestirte, me dijiste con voz tenue, casi como un susurro: "Tengo miedo". Fue la primera y única vez que te lo oí decir. A mí también me invadía el miedo, pero no me atrevía a verbalizarlo, en ese afán de ser fuerte para ti y para nuestros hijos.
Y con ese miedo recorriéndonos el cuerpo, pero con la esperanza de que te recuperarías, tomamos un Uber que nos llevó al hospital. Recuerdo perfecto que el chofer te preguntó tu edad y contestaste: "Setenta y cuatro... y contando". A lo que él respondió: "Esa es la actitud, señor". El resto del camino lo hicimos en silencio.
Una vez en el consultorio, mientras te revisaba minuciosamente, tosiste y expulsaste unas gotitas de sangre. Fue cuando nos dijo que tus pulmones estaban muy mal y que había que internarte en terapia intermedia. Pero si tenías IMSS, era mejor que acudieras a urgencias porque en el hospital particular iba a salir muy caro y no podía precisar cuánto tiempo llevaría tu recuperación. Antes de decidir, me preguntaste:
—¿Qué hacemos?
Y respondí:
—Te apoyo en lo que decidas, donde sientas más confianza.
Entonces nos envió a urgencias para ingresarte, dada la gravedad del asunto. Qué ilusos fuimos al pensar que sería cuestión de cinco días máximo los que estarías hospitalizado, recibiendo oxígeno y medicamentos en el suero, y que pronto lo recordaríamos como un mal sueño.
Una vez en urgencias, te trasladaron a la Unidad de Cuidados Intensivos. Me dejaron entrar mientras te ponían el oxígeno. A señas me mandaste a comer. Yo te dije que no me movería de la sala de espera. En eso estábamos cuando me pidieron que me retirara. Ya casi en el umbral del cubículo, volteé a verte y te dije:
“Si ves la luz al final del túnel, no la sigas”.
Esbozaste una media sonrisa ante la mirada atónita de la doctora que me escuchó.
Desde luego, ella no conocía nuestro humor negro para lidiar con situaciones estresantes.
Esa fue la última vez que te vi consciente.
Cuatro horas después me avisaron que te tuvieron que intubar porque no lograbas respirar. Al entrar a verte, me paralicé. Fue impactante la escena: tenías tubos por todos lados, conectado a varias máquinas. En ese momento no alcancé a comprender que estabas en coma; inducido, pero finalmente en coma.
Después de unos momentos, logré sobreponerme al impacto y pude acercarme para decirte al oído:
—Te amo, vas a salir adelante, lucha por favor, no nos dejes.
Con mucho cuidado, puse mi mano bajo la tuya para sentir tu calor, con miedo de mover el suero que te estaban canalizando.
Solo pude estar treinta minutos a tu lado. Otra vez, a la sala de espera, esa sala que se convirtió en mi casa durante los diez días siguientes.
En esos días, perdí la cuenta de cuántas veces me cuestioné: ¿y si hubiera...? Fueron muchas, muchísimas. Cuántas otras veces me cuestionaron: ¿por qué no hiciste esto o aquello? ¿Cuántas dudas tuve? ¿Cuánta culpa fui capaz de cargar sin proponérmelo? Sabía que no era mi culpa, pero ¿por qué me sentía así? Me costó trabajo entender que fue lo inesperado de tu enfermedad lo que me tenía así. Apenas hacía poco habíamos festejado con toda la familia tu cumpleaños, y en un abrir y cerrar de ojos te estabas debatiendo entre la vida y la muerte.
Nuestra estancia en el hospital fue como estar en una montaña rusa. Había días en que mostrabas una ligera mejoría después de suministrarte combos de medicamentos, hacerte mil estudios para saber a qué bicho se enfrentaban. Y después de buscar en algo más de treinta especies, nunca se pudo detectar cuál era el nombre y apellido del bicho que se alojó en ti. Así que diagnosticaron neumonía atípica. Llegamos a pensar que se trataba de cáncer de pulmón, pero no fue así.
Pasaban los días y tus defensas bajaron considerablemente, al grado de que tus órganos empezaron a colapsar.
Cuando esto sucedió, el doctor fue muy claro y preciso: nos dijo que estabas presentando un choque septicémico, que solo quedaba retirarte los medicamentos; el apoyo vital se tenía que continuar hasta el final. Fue muy difícil enfrentar que habías perdido la batalla y que era cuestión de tiempo para que tu cuerpo dejara de luchar.
Hablé con el internista y me aconsejó que te trasladara al IMSS. Y cito sus palabras, que aún retumban en mi cabeza:
“Tiene un 30% de probabilidades de sobrevivir, y si ese fuera el caso, puede llevarse semanas, incluso meses. Lo que están haciendo aquí, lo mismo van a hacer allá. No hay bolsillo que aguante los gastos hospitalarios.”
Considerando que no contábamos con seguro de gastos médicos y que la cuenta subía estratosféricamente cada día, en consenso familiar decidimos trasladarte. Lo cual no fue tan fácil. Tuve que conseguir una ambulancia con cuidados intensivos. Fue un peregrinar entre hospitales: uno en dar el expediente y el alta voluntaria (por no poder pagar), y el otro en recibirte en urgencias y empezar de cero con estudios, etc.
Agradecimos que estuvieras inconsciente, porque era dantesco el panorama, tanto adentro como en la sala de espera. No te dan informes, la loca de la cabeza hace mil suposiciones. Algunos alcanzamos silla y podemos dormitar, mientras otros se acuestan en el suelo tratando de descansar un poco.
Sin baño, porque estaba en remodelación, teníamos que caminar más de una cuadra a mitad de la noche para hacer uso del sanitario, dejando la silla encargada mientras tanto para no perder tan preciado bien.
Así hasta que te subieron a piso. Requerías plaquetas que no se podían conseguir por el tipo de sangre B+, aunque me dijeron que si se conseguía se le asignaría a un paciente con más posibilidades de sobrevivir. Mi cabeza lo entendía, pero mi corazón no.
Primero te pedía que lucharas. Después entendí que era muy egoísta intentar retenerte. Así que, contra lo que mi corazón sentía, te dije que estaríamos bien, que te fueras en paz.
Te di las gracias por los treinta y siete años compartidos, por la familia que formamos, por el amor que nos tuvimos. Te pedí perdón y te perdoné por los malos momentos que llegamos a vivir.
Al día siguiente trascendiste, llevándote una parte de mí.
*
Abro los ojos. El cielo está estrellado. Me incorporo y subo a la habitación para despedir el año.
Desde el balcón vemos los fuegos artificiales que, con cada campanada, explotan en el firmamento, creando un espectáculo multicolor. Pareciera que nos saludas desde el cielo, mientras nos fundimos en un abrazo grupal.
Y de fondo, se escucha tu himno: “My Way”.
* La historia de Gela Aguilar Assemat, a quien agradezco profundamente su generosidad, fue seleccionada por sus compañeras del taller de escritura autobiográfica “Cuéntatelo otra vez” para ser publicada en mi blog.
¿Cuántas dudas tuve? ¿Cuánta culpa fui capaz de cargar sin proponérmelo?