Con un toque de tristeza

POR CRISTINA FREIRE STENGER

Te subes al coche con desgano, preferirías ir de paseo a cualquier otro sitio que no fuera a la comida familiar con tu abuela, no es que no quieras verla, pero hay algo que flota en el ambiente de esa casa que te hace sentir incómoda. Se lo has dicho a tu mamá, pero ella opina que son ocurrencias tuyas y que es importante visitar a los mayores de la familia.

Tu papá enciende el motor y a continuación un cigarro, - el humo te molesta al igual que el olor a tabaco -. Después le pide a tu mamá que busque en la radio la estación deportiva.

El camino te parece eterno, por suerte vas acompañada de Ricky, tu hermano con el que siempre puedes jugar; en esta ocasión han escogido el álbum de estampas de Disney con muchos sobres nuevos por abrir y pegar en el mismo, eso hará que el domingo sea menos aburrido. 

Desde la calle ya se escucha a todo volumen la Opera, música favorita del tío Arturo, primo de tu papá, quien los recibe en el jardín donde están dispuestas unas sillas para que los adultos tomen el aperitivo y los niños un refresco, bebida solo permitida los domingos, pero primero habrá que saludar a la abuela María y a su hermana, la tía Rosita. Al abrir la puerta de la casa, te recibe el olor a ajo y aceite de oliva. Todo está igual que la última vez, el sillón junto a la mesita redonda con el teléfono negro, a un lado una gran planta en una maceta azul y arriba de ésta, el cuadro de unas mujeres trabajando en el campo. 

Caminas unos pasos y te topas con la sala de tapiz floreado, donde tu abuela se encuentra sentada tejiendo cerca de la ventana, lo que permite la entrada de luz del jardín. Tu tía sale de la cocina limpiándose las manos en el delantal de cuadritos que lleva puesto y se acerca a ustedes. Son tan distintas fisicamente como de forma de ser. La tía Rosita, regordeta con ojos verdes y saltones tiene un carácter alegre, le gusta la música flamenca y la cuba libre. Te da un gran abrazo, después te mira y dice:  

— Qué conjunto tan chulo llevas hoy Cristy, yo a tu edad no tenía tanta ropa, ni tan bonita, sólo un par de vestidos para ir a misa los domingos —. 

Después saludas a tu abuela Maria,  siempre reservada y vestida con ropa negra o si acaso, en tonos grisáceos. 

— Porque así nos vestimos las viudas — te explicó tu abuela en alguna ocasión.

Sus ojos azules y pequeños te revisan de arriba a abajo, te acercas a darle un beso en la mejilla y percibes el olor de agua de colonia. No hay abrazo, ni caricia y mucho menos un comentario dulce.

Tu papá les ha explicado varias veces a tu hermano y a ti que su madre es seria porque la vida ha sido muy dura con ella y que los quiere mucho pero que le cuesta demostrarlo. Que cuando era joven se casó en España con un piloto aviador de la Marina, de nombre Jose María y que tuvieron tres hijos varones y el más pequeño era él. Que eran una familia feliz, como ustedes, sin embargo, vino una guerra civil que separó al país en dos bandos y el abuelo murió en ella cuando luchaba defendiendo a su grupo.

 

Por lo tanto, la abuela María se quedó viuda y sus pequeños hijos, huérfanos. 

Cuando ves a tu abuela y recuerdas su historia quisieras abrazarla para que se sintiera mejor, como hace tu mamá contigo, pero nunca te has atrevido, es más, a veces hasta sientes temor de acercarte a ella.

Ricky y tú se sientan a la mesa, los niños comen primero, es una costumbre familiar, se van a jugar después y así, no escuchan las conversaciones de los adultos. En esta ocasión, el menú no es de tu agrado y mucho menos del de tu hermano, que es remilgos para comer, pero cualquier intento de dejar algo en el plato es imposible, porque enseguida se escucha la voz de la tía:

 

 —Cómo se ve que nunca han pasado hambre, en esta casa nada se desperdicia, así que, venga, a terminarse el plato —.

Una vez cumplido el mandato, te levantas de la mesa, le pides a tu mamá el álbum de Disney, coges de la mano a tu hermano y suben las escaleras grises al primer piso donde están las habitaciones. Se sientan en los últimos escalones y comienzan a sacar de los sobres las nuevas estampas para pegarlas.

Pasado un rato decides visitar la habitación de la abuela, es una sensación extraña la que te inunda al entrar. Todo está en orden y en silencio, solo se escucha el tic tac del reloj que está en el buró junto a la cama, la cual viste una colcha blanca de crochet tejida por ella misma. Del ropero se escapa el olor a naftalina, que te marea un poco, por lo que decides no abrirlo. Te acercas al tocador de madera que tiene un gran espejo, mismo que aprovechas para mirar tu reflejo y acomodarte el mechón castaño que escapó de tu trenza. Hay varios porta retratos con fotos antiguas de personas que no conoces, pero te gusta mirarlas e imaginarte sus nombres y sus vidas. A un lado está un joyero dorado donde la abuela guarda sus cosas, no tienes permiso de tocar nada, pero sientes curiosidad y lo abres, tu corazón se acelera, como cuando juegas a las escondidillas. Sacas un collar de perlas y te lo pones, te vuelves a mirar en el espejo y coqueteas. Sigues buscando cosas en el joyero hasta que sientes su mirada, te das la vuelta y ahí está él, vestido de oficial de la Marina, con uniforme blanco y una gorra con escudos. Sus ojos te parecen lindos y su sonrisa también. El retrato es muy grande y cuelga de la pared. Lo miras con una mezcla de cariño y compasión. Y con una voz apenas perceptible le dices:

—Me hubiera gustado conocerte abuelo —.

Rápidamente regresas el collar a su lugar y sales de la habitación con sigilo. Ricky está sentado en el descanso de las escaleras, donde se puede ver el comedor y te llama a su lado poniendo el dedo indice en los labios en señal de silencio. 

Y desde ahí escuchan la conversación de los adultos, que gira alrededor de la guerra, de la pobreza que vivieron, de la escasez de alimentos, las cárceles, el miedo, la injusticia, las bombas y la muerte. La separación de las familias y los viajes trasatlánticos buscando un mejor lugar para vivir. Las voces de tu papá y tu tío suben de tono. La tía Rosita y la abuela María se secan las lágrimas que han brotado de sus ojos y tu mamá guarda silencio.

No es el primer domingo que la comida familiar se vive de esta forma. Los temas hablados en la sobremesa se convierten en una espesa niebla que aparece debajo de la mesa del comedor y lentamente empieza a envolverlos a todos, flota por toda la casa y sube las escaleras hasta llegar a tu hermano y a ti. Está cargada de nostalgia. Sólo tú puedas verla, o quizá no la ves pero la intuyes, la sientes y sin quererlo, la absorbes y se hace tuya. 

De regreso a casa en el coche, todos guardan silencio. Tu papá enciende un cigarro. El  humo como siempre, te molesta, pero esta vez el olor es diferente, huele a tabaco con un toque de tristeza.

 

*La historia de Cristina fue seleccionada por sus compañeras del taller de escritura autobiográfica “Cuéntatelo otra vez” para ser publicada en este blog y en mis redes sociales.