Efecto gusano

por Alicia Vasquez

¿Cómo me quito esta infinita tristeza?

Consumiéndola.

Una tarde de nubes moradas y lluvia intensa, se fue la luz y al encender una vela entendí mi tristeza. 

La tristeza es igual, se enciende para no tropezar, se enciende para menguar la oscuridad y justo en ese instante, la realidad se dibuja a la luz de esta vela que se consume de a poco. Es su fuego tan nítido, que permite iluminar todo lo extraordinario que sucede en lo cotidiano y la oscuridad circundante es tan profunda, que cualquier vacío se engrandece. 

Esa tarde, permanecí observando la vela y mi tristeza. El calor del fuego secó mis lágrimas y su vaivén hipnotizó mis pensamientos. Esa tarde, viajé a una curiosa realidad:

En un páramo más verde que un pepino, estaba ella gusanito. No lombriz, no azotador, un gusano realmente bonito, de vivos colores y motitas que le adornaban en cada paso de ese estirafloje propio de su especie.

Ella se quería y se sabía gusano, un buen gusano, con una vida increíble, distinta, llena de aventuras y exploraciones de la tierra que estaba literalmente a sus pies. Un día, en uno de sus tantos recorridos, descubrió un espejo de agua cristalina, con genuina curiosidad y mucho cuidado se acercó a la orilla y descubrió su reflejo. 

- Qué extraño… - se dijo con sorpresa y algo confundida. - Yo no parezco un gusano, más bien ¡tengo cara de oruga!

Ese día, ella se supo posible mariposa.

Ahora entendía sus colores y los hilos de seda que de pronto encontraba sin saber de dónde venían. Empezó a indagar de qué se trataba ser oruga y al poco tiempo sintió naturalmente el llamado de la transformación. ¡Qué ilusión! en poco tiempo tendría otro cuerpo, unas alas, y ahora no sólo podría explorar la tierra si no también surcar los cielos, tocar las nubes y quizás, hasta acariciar el sol.

Se dispuso con diligencia a aplicar todo lo que las demás orugas le habían dicho, a escuchar a su instinto y entonces empezó a tejer su capullo. ¡Qué bonito era! y más bonito lo que vendría: unas alas aterciopeladas, amarillas. El tejido continuaba, la espera se hacía cada vez más ansiosa hasta que de pronto, ella quedó sumergida en un profundo sueño.

Tiempo después, no supo si fueron quince minutos o quince días, despertó adolorida y algo entumecida. Se estiró con cansancio y escuchó un crujido. El capullo se había roto, era hora de salir. Aún se sentía somnolienta, pero poco a poco fue dejando su envoltorio. A medida que iba recobrando fuerzas, observó su cuerpo, un poco más largo pero menos colorido y turgente. Las ansias le pidieron reconocerse, pero el letargo sólo le permitió verse algunas partes, las suficientes para saber quién era ahora. Vaya sorpresa la que se llevó: ¡seguía siendo un gusano!, ya ni siquiera parecía oruga, ya no era colorida, era un gusano raro, rodeado de hojarasca. ¡Vaya estafa de la naturaleza! Ni siquiera sabía que eso era posible, era antinatural, era simplemente una abominación, era INACEPTABLE.

Como pudo, se limpió las lágrimas que habían rebosado sus ojitos. Con dificultad percibió el aleteo de otras mariposas nacientes que con tanta naturalidad revoloteaban, tan amarillas, tan como debía de ser… Inevitablemente sintió envidia y tristeza, una infinita tristeza.

Ya desde antes, ella sabía que moverse siempre la llevaría a un mejor sitio, así que decidió continuar. 

- Bueno - se dijo en voz bajita - siendo honesta siempre quise ser un gusano, nunca hasta hace poco quise ser otra cosa. Conozco bien el terreno, así que ¿qué más da? Confío que algún día entenderé para qué me transformé en “esto”. - Echó una mirada a su cuerpo con desdén y siguió con resignación su camino. Sin embargo al mirar el cielo la tristeza de nuevo apareció con mucha fuerza, como un recordatorio de todo lo que no fue, todo eso que pensó que conocería y experimentaría para una mejor vida ya no iba a suceder.

Hubo días donde la tristeza era tan absoluta que le impedía moverse, físicamente le pesaba la espalda, un absurdo vacío la inundaba casi todo el tiempo y dejó de sentir gozo incluso por lo que más le gustaba: el olor a tierra mojada. Ella se sentía inerte, estéril, pensando en si el futuro tendría algún sentido. Entendía con la razón, con la lógica, que podía aún construirse una gran vida terrenal y así olvidarse de conocer los cielos, pero por alguna razón, no encontraba consuelo en ello.

Pasaron los días, ella avanzaba sin rumbo fijo hasta que un día igualmente gris, como todos los que sucedían después de salir de aquel miserable capullo, se dispuso arrastrarse hasta el lago donde no hacía mucho, se supo diferente. Había reunido un poco de fuerza para volver a mirarse, y saber con certeza en qué se había convertido. 

En el trayecto, varias voces conocidas trataron de alentarla, de decirle lo bonita que aún era, que todo mejoraría, que la carga que sentía valdría la pena. Ella sólo se moría de miedo de imaginar que al encontrar su reflejo, no fuera ni siquiera familiar para ella. Tenía pánico de no poder reconocerse, de no poder identificar quién o qué era. Le daba pavor que su vida cambiara mucho más de lo que ella esperaba, y pensó que sería incapaz de quererse lo suficiente por lo que ahora era, por cómo ahora estaba hecha.

Arrastrarse con este nuevo cuerpo era más difícil, se sintió adolorida y molesta, sangró constantemente, hizo pausas necesarias para curarse las heridas y aunque el recorrido fue más que incómodo, el tener una meta fija y alcanzable fue lo único que le dio ánimos para seguir.

Al fin llegó al lago, temerosa pero decidida se acercó a la orilla para ver su nueva ella. ¿Qué color tenía ahora? ¿Qué tamaño? ¿Cómo era su silueta? Todo eso se respondió en un instante. 

Se miró con dulzura en el reflejo del agua, sus ojos eran los mismos, no obstante su cuerpo era más largo, tenía unas antenas divertidas y sus patitas eran finas y delicadas. Le empezaba a gustar lo que veía, así que se asomó más para intentar verse de cuerpo completo pero el peso la venció y sintió su inminente final: ahogada antes de re-conocerse. 

De pronto escuchó detrás de ella un aleteo, una de sus patitas apenas tocó el agua antes de elevarse hacia el cielo. Al mirar hacia abajo, descubrió su reflejo y se reconoció en él. Era ella misma volando con sus propias alas. 

Una tarde, después de una lluvia intensa salió el sol y unas antenitas con alas color hojarasca y azul metálico, atravesaron mi cielo. La vela se había consumido y encender otra, era innecesario.

La transformación que tuve al albergarte mi niña, no fue nada de lo que imaginé. Tu llegada me colmó de colores el alma, y tu partida me concedió la libertad y las alas para expandirme y encontrarte en donde quiera que ahora estés.

Te voy a extrañar hasta el último día de mi vida.

* La historia de Alicia Vasquez fue seleccionada por sus compañeras del taller de escritura autobiográfica “Cuéntatelo otra vez” para ser publicada en mi blog. El próximo taller es en noviembre del 2024.