bugambilias

En la casa donde crecí había una bugambilia enorme que mi madre regaba con frecuencia. Uno de los recuerdos más vívidos que tengo de ella es ése: saliendo al patio cuando caía la tarde para abrir la manguera y saciar la sed del generoso arbusto y del yucateco que crecía a su lado. Parecía inmune al calor intenso y yo me sentía contagiada del mismo ánimo nomás con ver los charcos de agua chocolatada, respirar el aroma a tierra mojada y escucharla platicar con la vecina que también regaba religiosamente sus plantas. Algo había en la mezcolanza del sudor, el zumbido de chicharras, el asomo tímido de la luna y la cháchara de las mujeres que me hipnotizaba. 

De la bugambilia siempre me fascinó el color de las flores que se me figuraban hechas con papel de china: un magenta intenso, o rosa mexicano, como le decía mi mamá al color que también se ponía en las uñas, en los labios y en varias de sus prendas ochenteras y con el que hasta pintó el cerco y las rejas de las ventanas. Hoy me gustaría preguntarle la historia de esa planta que me acompañó en mis juegos de niña, pero el cuerpo de ambas ya no está aquí. 

Muchos años después, con las bronquitis regulares de Emma en su primera infancia, una vecina en Monterrey me aconsejó hacerle un té con la bugambilia que compartíamos en el pasillo de entrada. Fue la primera vez que escuché que la planta era medicinal. Seguí el consejo y, además de darle el té a mi hija, preparé uno para mí. El primer sorbo me llevó directito a las tardes de verano en Mexicali y el líquido se sintió como la sonrisa de mi mamá regando aquel arbusto tapizado de flores color atardecer. Nunca supe si el remedio ayudó a las vías respiratorias de Emma, pero a mí me curó la melancolía. 

Desde entonces ya no veo a las bugambilias como son, porque ya tengo la mirada retacadita de recuerdos que ha ido acumulando mi alma. ¿No son esas memorias con las que contemplamos al mundo? Cuando me encuentro con una de ellas veo a mi madre, a mi hija, a los crepúsculos de mi tierra, a las vecinas, a la sabiduría ancestral, a las acuarelas con las que las pinté un día. Ya no veo a las bugambilias como son, no puedo… ahora las veo como soy yo misma.