Un mar de lágrimas

Por Paola Padilla

Te dejé en el internado, era un día soleado y los dos sudábamos, quizá por el calor o quizá por la ansiedad de separarnos. Habías llegado a mi vida hacía diez años. Tú me hiciste mamá. No te llevé en mi vientre, sin embargo eres mío, muy mío. 

Antes de irnos me amenazaste con un cuchillo. Estabas del otro lado de la barra de la cocina, fuera de mi alcance. Tu hermano sentado en su banco de siempre, tenía los ojos bien abiertos. Estaba asustado. Yo estaba de pie, mirándote, hablándote con una calma que sólo era una máscara, una máscara que las mamás usamos para intentar darles calma a los hijos. Pero en realidad, todo me temblaba, tenía miedo de que si no aparentaba estar tranquila, las cosas escalaran y se salieran de control. De alguna manera funcionó, al menos la amenaza hacía mi, porque de pronto volteaste el cuchillo hacia ti. De verdad no se cómo no me hinqué y te supliqué que te calmaras, que no te hicieras daño.

Un tiempo después, sin tener una idea clara de cuánto tiempo pasó, se generó un silencio entre tanto grito. Dejaste el cuchillo junto a la estufa, bajaste la mirada y saliste por la puerta dirigiéndote hacia el estacionamiento. La carretera me pareció eterna, estaba en modo automático, igual que la camioneta. Ésta avanzaba, pero yo no sabía si estaba en reversa, en neutral o si en verdad esta decisión era una forma de avanzar en nuestra vida. Mientras íbamos hacías preguntas para las que yo no tenía respuestas, y las que tenía, no te las quería dar porque me moría de miedo. Cuando te alteras, hay mil posibilidades en tu actuar, y la mayoría son completamente impredecibles. No quería que empezara otra crisis mientras yo manejaba.

Llegamos. A dónde no lo sé exactamente. Para mí era mi última carta por jugar, un colegio militarizado en el que te quedarías por lo menos un año. Era un lugar bastante lindo, pero estoy segura que para ti era lo más cercano a un cárcel. Era el final del camino, la despedida. Te dejé, con la esperanza de que esa despedida abriera una nueva bienvenida. Para ti, para mí, para tu hermano, para todos. Una esperanza de que hubiera un futuro con matices, y no tan oscuro como lo estábamos viviendo. Eso no quitaba lo terriblemente doloroso del momento. Nos despedimos con un abrazo largo, seguido de otros tres. No quería soltarte, aunque probablemente pensabas que sí. Te di un beso en uno de esos cachetes que siempre te pedía que me regalaras, me di la vuelta y sólo escuché cómo se cerró la enorme puerta del internado. No me atreví a mirar atrás.

Sentí que llegué a casa gateando. Me metí a la cama; esa camotota, como la llamabas desde que llegaste. Me recibió suave y fresca sabiendo que sería una noche larga y difícil. La lágrimas corrían en oleadas en medio de una tormenta. Pataleaba, gritaba, me retorcía, pero era como si una fuerza me jalara hacia un dolor tan profundo que me hacía doblar las piernas para abrazarme a mí misma. No encontré consuelo, ni en mi cama, ni en ningún otro lugar. No había compañía, pero tampoco quería que la hubiera. Apagué el teléfono y la luz. Mi almohada estaba empapada de lágrimas. Puedo decir con certeza que nunca había llorado tanto.

Las voces se escuchaban tan reales. Me gritaban “¿para esto lo adoptaste?, ¿para dejarlo de nuevo?, ¡eres la peor madre que puede existir!, ¡no debiste haber adoptado, por algo Dios no te permitió embarazarte!, ¡eres incapaz de darle lo que necesita!” Tenía el corazón aplastado. Estas voces contenían tantas verdades que me había creído ya por mucho tiempo. Demasiado. Lloré y lloré y seguí llorando. No sé en qué momento se hizo de día. La vida seguía. El mundo, la calle, la gente continuaba con el vaivén de la cotidianidad. Para mí ya no era así, había tenido el encuentro directo con la crudeza de la realidad y no quería caminar, no podía. Ya no habían lágrimas, sólo unos ojos hinchados y cansados que me acompañaron el resto del día. Pero el dolor, el dolor me acompañó por mucho tiempo más.

Mañana regresas a casa. Dos años después de haber llorado un mar entero que me inundó el alma. Sé que al verte de nuevo, lloraré. De gusto, de amor, de alegría, y también de miedo, de incertidumbre. Será difícil, lo sé. Muchos me hablan de los retos a los que me enfrentaré contigo de aquí en adelante. No tengo otra opción. No quiero otra opción. Nos subimos a un barco juntos, y es bastante utópico pensar que toda la travesía estaría en calma, que veríamos salir el sol y esconderse para darle paso a la luna en un estado de completa calma. No, no es así. Habrá tormentas, olas enormes, tendremos miedo, nos querremos soltar, pero no podremos, no queremos porque nos necesitamos, nos amamos. Sí seguiré llorando, a veces como esas olas de mar que te revuelcan y sientes que te vas a ahogar. Pero muchas otras serán lágrimas de bahía, suaves, tiernas, de las que abrazan el alma. Porque al final del día, de la noche o del siguiente día aún el mar más embravecido encuentra paz.

Paola Padilla fue alumna del taller de escritura autobiográfica “Cuéntatelo otra vez” y su historia fue seleccionada por sus compañeras para ser publicada en mi blog.

Pataleaba, gritaba, me retorcía, pero era como si una fuerza me jalara hacia un dolor tan profundo que me hacía doblar las piernas para abrazarme a mí misma.