¿Por qué soy cirujano?

por Alberto Simón

Como cada noche, papá mandó su imagen de “dulces sueños” al chat de WhatsApp y luego preguntó cómo nos fue aquel día. Yo subí una foto que parecía un capullo rojo floreciendo en primavera y mamá preguntó qué era aquella imagen hermosamente grotesca. Respondí que eran los dos litros de sangre contenidos en 20 compresas, que encontré dentro de la cavidad abdominal de un paciente que llegó con un cuchillo clavado en el hígado, aquella tarde al hospital, y que, a pesar de todos los esfuerzos, aquel hombre falleció. Entonces mi hermana la psicóloga, me cuestionó como siempre suele hacerlo cada vez que quiere fastidiar, que qué sentía al cortar carne humana, que cuáles eran mis pensamientos o asociaciones mientras veía sangre o entrañas y por qué era cirujano. Evité una respuesta elaborada y solo me limité a escribir: “se siente bien”.

Antes de dormir, la idea de escribir un poema sobre lo que siento al ver y hundir las manos en la sangre de personas desconocidas, se posó en mi mente como un cuervo se posa en la rama de un árbol. Cogí una pluma y apareció un exquisito dolor en mi mano o en mi corazón o en mi mente o en mis ojos. Desparramé la tinta en las primeras hojas de mi libreta y de pronto me pareció ver la sangre dentro del cuerpo del paciente de aquella tarde. Moví la mano, y el bolígrafo se había convertido en el bisturí con el que incidí los músculos de aquel hombre herido de muerte, que descansaba en medio de la mesa de operaciones como una roca en el desierto. La hoja en blanco sobre el escritorio se transformó en la piel en la que reescribo cada día en el quirófano una historia diferente en cada paciente, tratando de buscar el origen de esta sensación de placer que me da el abrir cuerpos cuando introduzco mis manos en ese lugar en el que ningún otro ser humano tiene acceso. Las palabras que escribo buscan la raíz de la enfermedad de otros cuerpos, como si con ello buscaran el origen de mis demonios. De pronto, cuando aparece un chorro de sangre fresca que brota como un manantial, recuerdo la sangre que mi padre derramaba de sus manos al detener el cuchillo que mi madre intentaba clavarle en alguna parte.

Antes de mi séptimo cumpleaños, aprendí de memoria la letanía que mamá solía decirme para justificar sus amenazas de muerte a papá, cada vez que terminaban las riñas: “Yo no quiero a tu padre, me casé con él por pendeja. Antes de que nacieras, tu padre me golpeaba y me maltrataba, pero ahora ya no me voy a dejar”. Ahora entiendo que las palabras pueden causar peores heridas que las provocadas por ese cuchillo en papá o en el paciente que operé aquella tarde.

Cuando una arteria sangra inesperadamente, me recuerda cuando mamá reaccionaba furiosa ante el más mínimo pretexto que papá le producía. Cuando intento coagularla, el cauterio me produce una quemadura agria en la mano, como la plancha con la que mamá intentó en tres ocasiones quemar a papá.

Es verdaderamente hermoso ver dos litros de sangre dentro de un abdomen, porque es como ver un tranquilo lago dentro de una cueva oscura. El paciente no dejó de sangrar a pesar de ligar arterias y venas. Él tuvo la culpa de su muerte: si no hubiera sido infiel a su esposa, ella no le habría encajado el cuchillo. Así como mamá decía que era culpa de papá que ella se defendiera de él.

Cuando hay cirugía de urgencia, casi no hay tiempo de conocer al paciente. Mamá decía que yo no conocía a papá, que él era bien malo, que ella solo trataba de defenderse porque antes la maltrataba y la había engañado quien sabe cuántas veces. Pero papá calla de la misma forma que el paciente guarda silencio bajo el cobijo de la muerte, en medio de aquellas paredes del quirófano discretamente amarillas que parecen asépticas, pero tienen manchas ocultas de moho como las paredes de mi casa de la infancia en aquella vecindad, de la que mamá siempre se ha obstinado en decir que eran “departamentos”.

Ahora que soy cirujano, me oculto detrás de un cubrebocas azul, de la misma manera en que me escondía debajo de la cama cubierta de cobijas de color índigo para no ser testigo de aquellos momentos de rabia incontrolable de mi madre: aquella oveja con la ira de una bestia enseñando sus filosas garras en forma de cuchillos. En la sala de quirófano, oculto bajo la tela azul de la ropa, solo expongo mis ojos. Los mismos ojos que fueron testigos de incontables veces de aquellas amenazas que aún resuenan en mi mente como el eco en un acantilado. Dentro del quirófano mientras incido músculos, corto órganos, disecciono arterias, ligo venas, extirpo apéndices y arreglo los males de personas desconocidas, escucho música para tapar mis oídos y no oír los gritos de furia y dolor que emitían aquellas bestias, que, a mis cuarenta años, aún sigo llamando Mamá y Papá.

Por medio de la pluma y el bisturí, he logrado encontrar las asociaciones que me preguntó mi hermana la psicóloga: cuchillo igual a bisturí, papá igual a paciente, madre igual a mí. El sadismo y la agresión en toda la expresión de la sublimación. Y puedo decir que soy cirujano porque es más fácil cerrar las heridas de otras personas, que cicatrizar las mías.

*La historia de Alberto Simón fue seleccionada por sus compañeros del taller de escritura autobiográfica “Cuéntatelo otra vez” para ser publicada en mi blog y redes sociales. La próxima edición de este taller es en noviembre del 2024.

“Las palabras que escribo buscan la raíz de la enfermedad de otros cuerpos, como si con ello buscaran el origen de mis demonios.”