Parto sin anestesia

Por Dánae Matta

Parto sin anestesia. Ahí estaba yo, una mujer de casi 40 años con crisis de ansiedad, confirmando que sus creencias eran más fuertes que sus miedos. Mi tatuaje de la cadera ganaba tridimensionalidad al momento que los huesos coxales se movían tratando de separarse y en el momento más álgido de dolor, experimenté una rendición, no de sentirme vencida, sino de entregarme a algo más fuerte que yo, de fundirme con el Universo y, como dice la leyenda, abandonar mi cuerpo para viajar a las estrellas a recoger el alma de mi hija para traerla a este mundo.

Jamás había experimentado una sensación así, ni siquiera pude sentir cuando ella salía del canal de parto mientras la Doctora la tomaba y como quien arroja un saco la puso sobre mí. Mi primera reacción fue de horror, de apartarla en seguida, la veía con la piel medio grisácea y la cabecita tambaleante, mi primer pensamiento fue que estaba muerta, haciendo realidad mis terrores del embarazo. Todavía no lograba procesarlo, cuando en segundos la retiraron para revisarla y limpiarla, hasta que súbitamente la escuché llorar y entendí que estaba viva, confirmando reiteradamente que estuviera bien.

Parto sin anestesia, decirlo así me recuerda de lo que soy capaz. Estaba en una sala LPR, sentada sobre un artefacto y aferrada a unas telas que colgaban del techo, haciendo alusión a las mujeres que en algunas culturas daban a luz en cuclillas sostenidas de un árbol; siempre me pareció un acto de fuerza descomunal. Una vez que asimilé que mi hija estaba bien, volteé hacia abajo y vi la sangre, por la expresión de las mujeres que estaban en la sala asistiéndome supe que algo no estaba bien, me trasladaron lentamente a una camilla y la Doctora empezó a sacar la placenta. No soportaba un grado más de dolor, sin ser entusiasta de las anestesias suplicaba por la epidural, pero después de varios minutos de suturas volvía a sentir dolor.

Hemorragia obstétrica, incontables desgarres en todas direcciones y en distintas profundidades. Es incómodo que te digan que de eso fallecían las mujeres antiguamente y que es muy raro que suceda ahora, me sentía como la desgraciada poseedora de alguna expiación fortuita. Además de que la Doctora en su afán metafórico me decía frases como: “parece que una granada te estalló ahí adentro” o “inserto la aguja para suturar pero es como si la metiera en gelatina, tus tejidos están totalmente desechos”. Literal. Para mí que soy extremadamente visual, me producía imágenes que provocaban que todo doliera más, incluso al día de hoy en la melancolía de los días pesados y fríos.

Me aplicaron anestesia general y al despertar, entré de lleno en la maternidad, con una bebé que lloró la noche entera y un esposo que roncaba en el sillón al lado mío. Nunca imaginé lo difícil que sería, tanto mi mamá como las mujeres cercanas lo hacían parecer más simple.

La primera semana el espejismo de la oxitocina me hacía sentir que todas las decisiones que había tomado en la vida eran perfectas para confluir en ese momento, pero las semanas siguientes la anemia, la lactancia y la vigilia me hacían cuestionar mi capacidad como madre. En cierta manera sentí que cuando me convertí en madre volví a nacer como hija, como en una danza de velos, uno a uno iban revelándose recuerdos de mi infancia sobre los cuales, siendo la adulta que soy, no podía entender muchas de las decisiones y acciones de mis padres, sobre todo de mi madre, fue como si toda la tristeza que sentí en la vida de pronto se despojara de su abrigo y se develara como ira.

Mis crisis de ansiedad comenzaron 5 años atrás, no comprendía qué me estaba sucediendo. Las actividades más cotidianas e insignificantes representaban para mí un acto de valentía absoluto; un frenesí de sensaciones incontrolables en el instante menos esperado, un vértigo esclavizante ininterrumpido, la percepción de estar muriendo y simultáneamente ansiar morir para dejar de sentirlo. Pasé por varios diagnósticos erróneos que agudizaron mi condición, terapias de todo tipo que agravaron los síntomas, recetas de clonazepam que decidí jamás probar; remedios, suplementos, ejercicios, respiraciones, meditaciones, infinidad de literatura. En aquella espiral de pensamientos compulsivos la pregunta constante era por qué me estaba pasando todo eso, sentía que algo había mal en mí y que no era lo suficientemente fuerte para superarlo. Tardé mucho tiempo en deducir y aceptar que sufría de ansiedad, fue de hecho tras leer un libro en los últimos meses de embarazo. Hasta que me convertí en madre, con aquella involuntaria retrospectiva que me asfixió, entendí el origen de todos aquellos patrones de comportamiento. No es que no pudiera ser fuerte, sino que había crecido siendo demasiado fuerte, me había convertido en una adultita responsable y perfeccionista a muy corta edad con la amígdala en modo supervivencia.

Entonces odié con toda la rabia de mi hígado el no haber podido vivir lo que supone la infancia; odié la oscuridad y el miedo, la vergüenza y el frío, la humillación y la violencia, la soledad y el silencio, la negligencia y el abuso. Odié con la profunda furia de mis entrañas la injusticia de no haber tenido en la mente tan sólo el imaginario de una pequeña y en el corazón tan sólo la memorabilia de una niña; recuerdos de cuentos, juegos, burbujas y acuarelas, galletas que se hornean, música, mascotas y letras.

Así que la maternidad se volvió mi lucha por defender cada etapa de mi hija con todos sus matices, a la vez que materno a flor de piel agridulce a una niña interior herida, conteniéndola, aceptando sus sombras, abrazando su caos.

Es así como transitando mis memorias gastadas, después de horas de terapia, innumerables lágrimas desperdigadas y pensamientos que se aligeran en la tinta, hoy soy consciente de atravesar un duelo no sólo mío, sino también de mi madre, porque puedo intuir el eco de su implosión, sus pasos colmados de fe, la obscuridad de los caminos recorridos, las rutas que tantas veces tuvo que recalcular y en las que tantas veces tuvo que deconstruirse para seguir avanzando; porque sé de sus renuncias y sacrificios para darme una vida mejor de la que tuvo. 

Hoy, a la distancia, reconozco aquellos sutiles y extraordinarios actos de amor, pues después de todo, cómo sabría yo de amar a mi hija si no hubiera sido tan amada por mi madre. Cómo sabría yo de la vida si no hubiera nacido por un parto sin anestesia. 

*La historia de Dánae Matta fue seleccionada por sus compañeras del taller de escritura autobiográfica “Cuéntatelo otra vez” para ser publicada en mi blog.

hoy soy consciente de atravesar un duelo no sólo mío, sino también de mi madre, porque puedo intuir el eco de su implosión, sus pasos colmados de fe, la obscuridad de los caminos recorridos…