Una ganga en la garita

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“Calaveritas, sombreros, llaveros… llévele llévele”, grita el vendedor tostado por un sol que no brinda tregua durante todo el día en la garita más transitada de todo el orbe. El calor deja de estorbar cuando éste es el modus vivendi, cuando se ha intentado de todo y el mundo lo ha arrojado a uno hasta estas calles sobadas por millones de neumáticos ardientes a los que poco les falta para convertirse en chapopote y fundirse con este río de asfalto en el que hay que esperar a veces hasta cinco o seis horas para entrar al país vecino.

Pero Juan Manuel no puede, a él le toca ver sólo de lejos al sueño americano y quedarse aquí para vender las artesanías de sus paisanos del sur a los gabachos, turistas, foráneos, estudiantes y empleados que sí cruzan al otro lado todos los días o de vez en cuando. Nosotros cuatro somos de esos que nunca pasan por aquí porque somos de Tecate y no de Tijuana, pero hoy nos trajo el destino a esta puerta fronteriza por la que yo no cruzaba desde que era adolescente. Y después supe por qué.

David ve de lejos una calavera blanco con negro entre las muchas que Juan Manuel trae colgadas en los brazos, en las manos y entre los dedos, porque aquí lo que cuenta es llevar la mercancía a la vista. Y sólo basta con que la vea por más de tres segundos para que el hombre de unos cuarenta años corra hasta la ventanilla para iniciar con la labor de venta.

“¿Cuál le gusta joven?, le paso la que quiera pa que la vea, sin compromiso”. “¿En cuánto está esa, la blanca con negro?” “Barata mi hermano, en 300 pesos, ire, está bien bonita, es de puro barro y pintada a mano”. “Sí, me gustó mucho, pero será para la próxima, ahorita no traigo efectivo carnal”. “Es que es puro trabajo hecho a mano joven, no crea que es de yeso como las otras que venden por acá, tóquela, ire”, le dice Juan Manuel acercándole la calavera. “Sí se ve que es un buen trabajo, me gustó mucho, pero de veras, ahorita no traigo dinero”, le contesta David despidiéndose de la artesanía con la que ya se imaginaba iniciar su colección.

“Ta bueno, se la dejo en 250, es lo menos joven, de veras que es un trabajo muy fino, ándele, pa que se la lleve”. “Jajaja, no carnal, de veras, no es que quiera regatearte, a mí no me gusta andar bajando el precio, es neta que no traigo nada de efectivo hermano”. “A ver, cuánto traes pues”, le dice ya soltando el “usted” y las formas propias para entrar en el terreno de la negociación. “Jajaja, ¿por qué no me crees compa? No traigo nada más que unos tres dólares aquí en la cajita de las monedas, no te estoy mintiendo”. “Búscale por ahí hombre, si traes dólares yo te los cambio, si traes billete grande yo te lo fereo, no hay bronca”. “Nombre, de veras, no traigo más que esto, ya será para la próxima”.

Parece que el vendedor se resigna (al menos por el momento) y se despide para continuar con su jornada.

Tostilocos, sillitas de madera, rompecabezas de foamie, raspados, fruta picada, nieves, papitas, chicles, refrescos, sombreros, calcomanías, pantallas para el sol, lentes oscuros, gorras, revistas, periódicos, dulces típicos, alcancías, moños para niña, burritos, tamales y paletas heladas son solamente algunas de las cosas que uno puede encontrar en esta romería automovilística que los vendedores ambulantes aprovechan para hacer su agosto. Pero a David no se le quita la calavera de su cabeza. Ya tenemos aquí más de media hora y yo me compro unos ruffles verdes para mí y otros para Emma porque parece que nos falta un buen rato más para cruzar la línea y llegar a comer.

“¡Ira carnal!”, nos sorprende nuestro amigo en la ventanilla del piloto otra vez, “ya hablé con mi jefa güey, y le dije que te gustó mucho la calaverita, que si me dejaba darte chanza, y me dijo que te la podía dejar en 200 pesos. Créeme, está regalada”. “Híjole güey, me vas a hacer arrepentirme de no haberme traído unos billetes jajaja, ¡pero es neta que no traigo ni eso! Es más, ya traigo menos porque aquí mi esposa se compró unas papas”. “¡Nombre! No se anden comprando eso, ¡luego se les sube el colesterol!” “Jajaja, fue lo que yo le dije pero ya ves, que disque traían hambre”. “No te digo, jajaja. Ira carnal, me caíste bien, te la dejo en 180 pesos, y ya no te la puedo bajar más”. Ya entrados en el tono campechano, el vendedor nos cuenta que se llama Juan Manuel y que la venta ha estado muy floja, así que lo que caiga será bueno. David le repite lo que ya le dijo mil veces y entonces se despiden otra vez.

Yo, que aprovecho que la mosca vuela para platicar con la hija de la importancia de extender las alas, le hago ver la perseverancia de este amigo al que nunca le dio pena acercarse las veces que fueran necesarias para conseguir lo que quería. Que cualquier oportunidad es buena para aprender de los demás aquello que nos falta ¿no? En esa plática estábamos los tres (mientras Matías dormía) cuando Juan nos tocó la ventanilla por tercera vez.

“Ira, te digo que me caíste bien compadre, dame 150 pesos, ándale, ya para que te la lleves carnal”. “Jajajaja, ¡no me crees que no traigo”, le dice David y saca los tres billetes verdes de la famosa cajita y unas cuantas monedas que empieza a contar. “A ver, cuánto me juntas ahí”. “Nombre, no te junto ni el cuarto dólar”. “A ver usté señora, búsquele ahí en su bolsa hombre, ni modo que no traiga algo, siempre hay algo ahí”. Ya para estas alturas Juan nos echó a su bolsa y nos tiene rascando los pennies viejos y pegajosos de basura y sol que se van olvidando en los recovecos del asiento delantero. Salen monedas gringas y mexicanas de todos los rincones y logramos juntarle cinco dólares y unos cuantos pesos. “Esto es todo, te lo juro cabrón, y yo sé que tu calavera vale mucho más, neta que a la próxima vuelta te busco y te la compro, ya sé cómo te llamas”.

“Nombre, ira, dame lo que traigas y algo para mí hombre, unos cigarros o algo”. “¿Cómo que cigarros? No le andes haciendo a eso hombre, luego te da cáncer en el pulmón”. “Jajaja, ta bueno”. Entonces Emma le rasca también a la bolsa de juguetes con la que siempre carga para entretenerse en el camino y saca una pluma y se la ofrece. “Ándale mija, ¡muchas gracias!” Y así, con cinco dólares, unos cuantos pesos y una pluma Juan Manuel le suelta la calavera a David. Ambos se desean suerte y mi marido, que ya traía ganas de una pieza como ésta para poner en su escritorio y recordar que cuando nos despidamos de este mundo hay que irnos vacíos, dudo que pueda olvidarse cada vez que la vea de este obstinado vendedor tostado por el sol de la garita a San Ysidro bajo el que todos los días se escriben miles de historias.

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FOTO: kpbs.org