marcela corral

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Mi dulce compañero de la infancia

por karina mendoza

Aún recuerdo estar sentada frente al televisor comiendo un pan dulce. Justo mi mamá, mi tía y yo, habíamos ido a la panadería a comprar bolillos, y mamá siempre me consentía al comprar pan dulce.

De la panadería recuerdo el lugar, la distribución de los panes, y el aroma de los bolillos recién salidos. Esa panadería estaba muy cerca del centro de la ciudad de México, y tenía una hora específica en la que salía la producción de pan. Y ahí estábamos nosotras. Siento que mamá disfrutaba mucho el olor a pan recién salido.

Al regresar, yo me sentaba a la orilla de la cama, y frente al televisor comenzaba a comer ese rico pan. En el televisor veía programas de concursos, de comedia o telenovelas. Fui de esa generación que creció frente al televisor.

Esa rutina de ir por el pan la hacíamos casi todas las tardes cuando mamá llegaba de trabajar. Hasta que un día mamá enfermó, y ya no volvimos. Ella murió, y en mi familia no se habló del tema. Todo siguió en la “normalidad”. Sólo la recordaban en misa o en sus aniversarios luctuosos, pero yo no vi a nadie llorar ni vivir un duelo. Entonces, yo la quise encontrar en lo dulce de los panes.

Y cuando comía pan me desconectaba de mí porque me terminaba uno, y luego quería otro y otro. No recuerdo su sabor, ya no olfateaba ningún olor rico. Yo sólo quería llenarme porque sentía un vacío en la panza. ¡Sí lo sentía! y además no quería que nadie me viera comer. Me escondía para hacerlo o esperaba quedarme a solas para poder comer. Y después ya no sólo eran panes sino también dulces.

Cuando por fin podía parar ya me había comido dos o tres panes en un corto tiempo. Y unas cajitas de dulces que vendían en aquellos tiempos (una marca reconocida) junto con personajes de caricaturas. Me sentía tan acompañada cuando hacía esto. Y así, ya estaba lista para seguir con un día más.

El pan dulce se convirtió en un aliado para callar todo el dolor que estaba sintiendo por la partida de mamá. Ya que al comer cualquier tipo de pan, no lo saboreaba ni lo disfrutaba, sólo lo necesitaba, y él como buen compañero ahí estaba. Lo malo fue que su dulce compañía hizo estragos en mi cuerpo. Lo agrandó y lo hizo pesado; y como consecuencia lo hizo inseguro.

Sí, era un círculo vicioso. Recurría a él para darme seguridad emocional, pero terminaba sintiéndome más insegura y viviendo nuevas emociones como: la vergüenza, la confusión, la envidia, la ira, la culpa, entre otras. Para salir de ese círculo vicioso tuve que tomar responsabilidad de mí, y dejar a mi gran aliado y compañero de varios años. Acudí con un nutriólogo porque eso dicen socialmente que es lo “correcto” o “adecuado” para cuidar de ti y sanar tu cuerpo. 

El pan dulce y yo no nos vimos ni nos visitamos en un año. Ni el día de mi cumpleaños se hizo presente porque yo estaba decidida y comprometida a lograr el objetivo.

Y durante ese tiempo yo lo veía y nombraba con coraje y con reclamo. Lo rechazaba y lo culpaba por todo el daño que me hizo. Seguía reflejando en él todo ese dolor que sentía por la pérdida de mi madre. Sin su presencia recuperé seguridad en mí, y sentí que ya había ganado la partida y que ya podría seguir sin él. Aseguré que ya no lo necesitaba.

Hasta que un día volví a sentir el dolor de otra pérdida materna. Murió mi tía. Ella se hizo cargo de mí durante muchos años. Y quién creen que regresó. Sí, la compañía del pan dulce se convirtió nuevamente en mi refugio. Y yo sólo seguía acumulando dolor y pérdidas. Y ahora ya había otra nueva emoción: la frustración por regresar al tamaño del cuerpo que tenía, y que con soberbia había dicho no volvería a estar ahí.

Junto con la frustración y la derrota llegó de la mano la ansiedad, y el pan ya no sólo era necesario sino indispensable para que yo fuera funcional. Mientras, no encontraba la salida a lo que yo sentía. Estar en el nutriólogo me había servido, pero ya no podía dejar el pan. Necesitaba algo más para solucionar mi problema. Y tomada de la mano junto con él busqué respuestas por todos lados: en la terapia, el ejercicio, los libros, la astrología, la numerología, las constelaciones familiares, los amigos, las vidas pasadas, etc. ¡Quería respuestas! Por qué si hice lo que me dijeron yo no podía mantener un cuerpo y mente sana. Y así después de varios años encontré la respuesta: necesitaba educación emocional.

Porque desde mi infancia no supe qué hacer con el dolor que sentía. Nadie nos enseña qué hacer cuando estamos sintiendo. Ni la familia, ni la escuela, ni los amigos estaban preparados para acompañarme porque se vivía un sistema más enfocado en el tener que en el ser.

Y yo he encontrado en la educación emocional un sentido, un nuevo camino, y una vocación para ponerla al servicio de los demás. Después de casi 20 años pude llorar por la muerte de mi mamá, y ¡fue hermoso!. Rompí con ese decreto familiar de “no llores, tienes que ser fuerte”. Entendí, que la fortaleza no está en no llorar sino en nombrar y expresar lo que estamos sintiendo.

Y el pan dulce y yo estamos construyendo una nueva relación. Estamos en proceso de perdón, porque él no fue ni es el responsable de mi conducta hacia él. Yo llegaba por necesidad, apego y ansiedad. Y hoy agradezco su compañía durante este tiempo. Y ahora estoy aprendiendo a conectar con su olor y con su sabor. Lo acompaño con una tacita de té porque ya no está presente en mi vida para llenar un vacío sino para hacerme disfrutar de la vida a través del sentido del gusto. 

*La historia de Karina Mendoza fue seleccionada por sus compañeras del taller de escritura autobiográfica “Cuéntatelo otra vez” para ser publicada en mi blog.