la higuera dadivosa

En el 2011 llegamos a vivir a Tecate a una casa con un huerto gigantesco (al menos así me pareció a mí, acostumbrada al asfalto) con árboles frutales, flores y plantas nativas. Ahí fue donde comenzó mi contacto con la tierra y mi gusto por la naturaleza. Además de cocinar, cuidar a nuestra hija, impulsar un emprendimiento en ciernes y asentarnos el alma luego de una mudanza a ratos convulsa, se volvió parte de nuestra rutina regar los árboles, vigilar las plagas, observar las aves y recoger los frutos. 

A quien más recuerdo después de casi trece años de haber dejado aquella casa color melocotón es la higuera a la que cada verano se le caían los brazos de tantísimo higo que le brotaba de su esencia generosa. Era poseedora de tales dimensiones monumentales que los higos se daban a raudales y resultaba imposible contarlos, aunque hubiésemos querido (al menos yo, que soy fanática de los conteos ociosos que de cualquier manera siempre olvido). 

Recogíamos a puños los que alcanzábamos antes de que los pájaros se nos adelantaran con el dulce desayuno de los más maduros. Compartíamos el tesoro con los vecinos, la familia y la visita, nos dábamos por vencidos con los que terminaban por fermentarse en el suelo gracias a nuestras incipientes habilidades jardineras ante su frenética reproducción, disfrutábamos de uno que otro en el patio aquellas tardes en las que no había nada que hacer más que mecerse en la hamaca y ver a Emma crecer. 

Ese verano del 2011 en el que la cosecha alcanzó proporciones épicas aprendí incluso a envasar mermeladas con ayuda de Ele, la mujer amorosa que nos cuidó en la infancia. Con la paciencia de una santa y sus manos morenas, agrietadas y de uñas largas pelaba uno a uno las decenas de higos como quien desenmaraña una bola de estambre olvidada en el tiempo. Yo, carente absoluta de tales virtudes, me le adelantaba a hervir mis higos con todo y cáscara macerados en el azúcar mascabado que me gustaba ver (y oler) caramelizarse y reducir con el correr de los minutos. Mucho tiempo después seguíamos abriendo frascos de aquellas mermeladas de higo bicolores: las de Ele doradas y las mías de un marrón rojizo. 

El verano se fue, llegó el frío y con éste nuestra mudanza a una casa mucho más pequeña en donde el jardín alcanzaba apenas un par de metros cuadrados. La casa en la que nos nació el amor por las plantas y donde David y Emma sembraron flores por primera vez, me gusta creer que movidos por la herencia de aquella higuera dadivosa que nos recordó de dónde venimos y hacia dónde vamos. 

Unas cuantas memorias que me visitaron cuando pinté el otro día estos higos con acuarela.