LA 94
Nací en la esquina noroeste del país, en medio de un desierto a cien kilómetros del Pacífico y, después de un viaje de casi quince años a Monterrey, regresé a Baja California pero más cerquita del mar, a un pueblo fronterizo rodeado de carreteras como los tentáculos de un pulpo para acceder a ciudades más grandes para trabajar, estudiar, pasear o comprar lo que aquí no se encuentra. Y yo no sé de dónde me nació, pero les tengo un respeto profundo, por no decir miedo, a las curvilíneas carreteras de esta región.
Poco a poco me he ido acostumbrando a algunas de ellas a fuerza de irlas transitando una y otra vez, pero hay dos que aún me aceleran el corazón: la Rumorosa, que va de Tecate a Mexicali, la capital del estado, y la ruta estatal 94 que va desde la frontera hasta el condado de San Diego, en California. Se trata de una vía histórica y preciosa, rodeada de vegetación nativa de tonos cobrizos que en invierno reverdecen por las lluvias, granjas y ranchos de cuento y donde si se tiene suerte, uno puede llegar a encontrarse con alguna ardilla o venado cruzando por ahí. Bellísimo… pero tan zigzagueante que pone mis piernitas a temblar, así que cuando la manejo voy siempre acompañada de alguien para ir platicando y armarme de valor.
Cruzarla sola con mis hijos era algo impensable para mí. Pero como las cosas impensables resultan siempre las más interesantes de enfrentar y como cinco años recién cumplidos en Tecate se me hicieron ya más que suficientes para ir y venir con más libertad, el viernes pasado me encomendé a todos los santos, trepé a los chamacos a mi Corolla, le pedí la bendición al Deivid y me arranqué para el gabacho. Vida sólo hay una y si en otras cosas que he temido y conquistado he sentido cómo crezco por dentro, por esta hazaña pienso ir a recoger mi título de doctora en causas imposibles. Ok, no tanto pues, pero sí confieso que esa noche dormí mucho más feliz y con un litro de inspiración para salir al mundo como la Marcela todopoderosa.
Y es que así son los miedos vencidos: puritita gasolina para nuestro poderío. En ningún momento dejé el miedo atrás, pero mientras iba por la serpenteante carretera me acordé de invitarlo a viajar conmigo sin darle chanza de tomar el volante, justo como me aconsejó Elizabeth Gilbert en su libro “Big Magic” y que por cierto encendí en su versión de audiolibro en el trayecto para agarrar valor. No se trata de no tener miedo, explica Gilbert, sino de aceptar su presencia en nuestra vida y advertirle cada vez que nos acompañe en el carro hacia algún nuevo proyecto que puede viajar en el asiento trasero e incluso dar su opinión, pero que sepa que ésta no será tomada en consideración ni contará con el derecho de tocar el mapa, sintonizar el radio o muchísimo menos tomar el control.
Que el miedo no sea ni más grande que nosotros como para paralizarnos ni más pequeño como para dejarlo escondido, sino que esté a nuestro nivel para verlo frente a frente, escuchar lo que tiene que decirnos, tomar lo que haga falta y lo demás dejarlo como parte de una perorata que muy pronto pierda sentido mientras seguimos con nuestros planes. “Todos los días haz algo que te dé miedo”, dice Eleanor Roosevelt… y me gusta seguir su recomendación.
LA FOTO es de David Josué, conquistador de la 94 mucho antes que yo, hasta con bicicleta.