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Flores para papá

Por Melissa Jamín Beyer

—¡Hola, papá! Disculpa que no haya podido venir antes. Viviendo en un país tan lejano, no es barato ni fácil hacerme del tiempo para volver tan seguido a casa. Por favor no te enojes… Sé que han pasado varios años desde mi última visita, pero lo importante es que aquí estoy ahora y al fin pude venir a saludarte. ¡Mira qué hermosas flores te traje! Espero que te gusten tanto como a mí. Acuérdate que antes, en ocasiones especiales como hoy, mis hermanos y yo solíamos regalarte ropa, pero dejamos de hacerlo porque siempre le sacabas un pero a todo, no te la ponías y las prendas obsequiadas acababan guardadas en un cajón víctimas de la obsolescencia del paso de los años. Finalmente, toda esa ropa acabó en manos de tus nietos, aquellos chiquillos juguetones a quienes les preparabas taquitos de frijoles cuando venían a visitarte pero que hoy día se han convertido en jóvenes altos y fuertes a quienes ya les queda tu ropa. También dejamos de traerte pastel porque con la diabetes a cuestas, es bien sabido que tanta azúcar no hace bien. Además, como siempre dijiste que ya no necesitas nada, mejor opté por traerte flores. Sí, flores: hermosas, fragantes y, aunque efímeras, son sin duda el regalo más apropiado para este espacio al que mucho color y luz le hacen falta.

Hace algo de frío, ¿no? Lo sé, lo sé… estamos en pleno invierno, es febrero, pero aquí adentro se siente más frío que afuera. Espera, que me voy a comer un chocolatito que traigo en la bolsa para entrar en calor mientras seguimos platicando, y con eso se resuelve el problema. ¡Mmm! ¡Delicioso! Después de tantos años, este chocolate americano sigue siendo mi favorito. Me recuerda aquella vez que fuiste a Estados Unidos y, en contra de la voluntad de mamá, me trajiste una maleta llena de todos mis dulces favoritos. ¡Me sentí la niña más afortunada del planeta! No me acuerdo cuánto tiempo tardé en comérmelos todos o si mamá los confiscó antes para prevenir más caries en mi dentadura.

La dulce niñez, ¡cómo extraño aquella etapa! Estoy segura que, aunque no lo digas, tú también atesoraste momentos lindos que pasamos juntos, como cuando íbamos a comprar raspados de melón en las calurosas tardes de verano, o cuando me llevabas a las ferias y a ver los espectáculos itinerantes de los circos que venían ocasionalmente al pueblo. Éramos solo tú y yo; añoro esos momentos tan especiales. Sin embargo, ahora sé que mientras yo vivía en la mágica ilusión de la infancia, tú experimentabas algunos de tus años más amargos por la muerte de tu padre y por la terrible crisis financiera que se vivió en aquella época que golpeó fuertemente a la economía nacional y, en particular a tus negocios. La vida te puso a prueba con muchos obstáculos y ahora que soy adulta lo entiendo bien y quisiera regresar en el tiempo para reconfortarte y adelantarte que todo se va a resolver y que saldrás adelante.

¿Por qué no dices nada? Calma, calma. No hables si no puedes. Con los años te hiciste muy sentimental y cuando uno tiene el nudo de emociones atorado en la garganta, luchando por contener el fluir de las lágrimas, es difícil articular palabra alguna, lo sé. Lo entiendo bien porque así me sentí yo durante mi temprana juventud cuando mamá y tú se divorciaron. Como cualquier adolescente con problemas familiares, sentía por instantes que mi mundo entero se hacía añicos y sólo la madurez de los años trajo la inevitable aceptación de la nueva dinámica familiar. Nunca entendí por qué, pero después del divorcio, ya nunca más quisiste tener pareja. Eventualmente, uno a uno, los hijos nos fuimos de casa y emprendimos el vuelo hacia nuestro propio destino. Fue entonces cuando luego de muchos años en familia, te quedaste solo.

¿Te confieso algo? Me alegré cuando finalmente volviste a casa, con tu familia de origen, en la que creo que siempre fuiste muy feliz, en compañía de los abuelos y de mi dadivoso tío abuelo que siempre daba los mejores regalos que todo niño podía desear. Fue muy triste cuando cayó enfermo y comenzó a perder vitalidad. Supongo que son etapas de la vida que uno debe aprender a aceptar como parte de esta fugaz experiencia humana. ¡Tal como cuando te infartaste y fuiste a dar al hospital! ¿Te acuerdas? Ay, ¡pero qué idiota soy! ¿Cómo te vas a acordar si estabas inconsciente, internado en terapia intensiva y luchando por tu vida? También se me viene a la mente aquella otra ocasión en la cual despertaste a la conciencia luego de que los doctores nos dijeran que estabas en la antesala del más allá y hasta te llevamos al Padre a que te ungiera con los Santos Óleos para que tu alma pudiera descansar en paz. Pero, ¡oh sorpresa que nos diste! Milagrosamente, en vez de morir, abriste los ojos. Por un buen tiempo, volvió a ti aquella chispa que se percibe en un recién nacido que irrumpe llorando al mundo a todo pulmón. Tuviste un segundo despertar, aunque, a decir verdad, fueron varios, ya que al menos cinco o seis veces ese corazón tuyo nos dio tremendos sustos y nos hizo imaginar el terrible escenario del cual ya no hay vuelta atrás. Aún no entiendo cómo es que tu delgado y frágil cuerpo pudo resistir múltiples infartos y una riesgosa cirugía a corazón abierto. Lo increíble fue que siempre, cuando parecía que estabas a punto de morir, contra todos los pronósticos médicos te recuperaste y continuaste viviendo, y justamente por eso te ganaste el mote de “guerrero” entre la familia. Pero, aunque no te lo decíamos, nos dábamos cuenta que con cada afronta que recibías tu cuerpo sufría mucho y se iba debilitando gradualmente hasta quedar así, como estás ahora…

Se me hizo un nudo en la garganta y comencé a sollozar.

̶ Señorita, disculpe la interrupción, pero…

̶ Sí, gracias, enseguida me retiro— contesté mientras me limpiaba una lágrima que amenazaba con escurrir por mi mejilla.  ̶ Lo siento, papá. Es hora de irme.

El silencio se apoderó del espacio y, sin muchas ganas de marcharme, me despedí de papá acariciando la lápida que cubre el nicho donde reposan sus cenizas, junto con las de mis abuelos y las de mi tío abuelo.

Al salir del columbario parroquial, una ráfaga de viento se coló por una hendidura de la ventana y puso a bailar a las fragantes flores frescas que ahora pintaban de color el sobrio recinto. Elegí creer que era un soplo de aire de la autoría de mi padre, y que así se despedía de mí, hasta nuestro próximo encuentro.

Melissa Jamín Beyer fue alumna del taller de escritura autobiográfica “Cuéntatelo otra vez” y su historia fue seleccionada por sus compañeras para ser publicada en mi blog.