La cocina que canta
En la cocina que canta se saborean los caldos como los de la abuela, se acompañan las penas con pan y se detiene al sol para que las horas se extiendan. Aquí amanece temprano y nunca se duerme, o al menos eso se intenta. Se perfuma al primer rayo del día con el café recién hecho y se despide al último con la nostalgia del guiso que de tan bueno no quedó para mañana. En la cocina que canta se guardan las historias junto a las cebollas, los amores abrazando a las hierbas de la ventana y los anhelos en la jarra de galletas horneadas un domingo de lluvia. La mesa se viste de largo lo mismo con la añoranza de uno solo frente a su taza de té, con las confesiones de un matrimonio que luego de treinta años disfrutan el mismo tinto o con el parloteo de siete de la misma familia (de sangre o de vida) que se arrebatan a gritos los turnos mientras una de ellos sirve los vasos de limonada. Si no se entiende a la mesa no es porque ella no hable, es porque no se procura su lenguaje de olores atrapados entre sus grietas, de vetas al desnudo después de tanta limpieza y de rayones de colores si es por la astucia de los chicos o de cuchillos, platos y tazas si es por el descuido de los grandes. La mesa es la diva en la cocina que canta. La emperatriz en las conversaciones que, como si fuesen grabadas en piedra, se quedan para siempre en su regazo con esencia de cilantro, maíz y ajo machacado. Aquí se piden las manos y se devuelven, se derraman las lágrimas por los hijos que se fueron y las gotas de sidra por el brindis de un año nuevo.
Y las ollas en la cocina que canta se apretujan en el horno, en el estante o el gabinete que esté más a la mano, porque no se puede perder el tiempo buscándolas. Casi casi salen solas cuando el menú ya invade cada rincón y arranca el desfile de zanahorias, tallos de apio, papas y tomates sobre la tabla de picar que no sabe que es más bella entre más la apalea el tiempo. Se dejan abrazar por el fuego y los cucharones, albergan con pasión lo que no ha de ser para ellas y desde su generosísimo papel se deleitan con el deleite ajeno y se conforman con el recuerdo de la sopa o el chocolate caliente que las acarició.
En la cocina que canta se vuelven a reunir los ánimos cuando cae la media tarde para buscar en la alacena algo que los calme y cuando se asoma la luna para la última charla. Se guarda lo que queda del día, se lava la última taza y se apagan las luces. Y la misma mano que bajó el interruptor, acostumbrada a regresar, lo hace ahora para desatar a oscuras el delantal que vuelve al gancho de siempre. Ahí se queda con la humedad de los platos recién secados, la sangre del niño que se cayó y fue consolado, el calor del molde que cuajó el flan a baño maría, el perfume del amor que regresó para la hora de la comida. Con el orgullo del trabajo cumplido y la expectativa de lo que le toca cantar mañana.
NOTA: "La cocina que canta" es el nombre de un área de Rancho La Puerta, en Tecate, dedicada a la proyección de la gastronomía típica de esta región, basada sobre todo en productos orgánicos y en un equilibrio respetuoso con la naturaleza. No tengo el placer de conocerla, pero su nombre me inspira muchas cosas y estoy segura de que algún día tendré el placer de comer o cocinar en este espectacular sitio.